miércoles, 4 de abril de 2012

Puente

El aburrimiento nos estaba sacando de nuestras casillas.
Julio ya se había levantado al menos una docena de veces a la máquina de café, y había probado casi todas las bebidas por, como digo, puro aburrimiento.

Desde mi puesto de trabajo podía ver perfectamente el suyo. Su postura, su movimiento de piernas, sus gestos, dejaban claro que la mañana se le estaba haciendo larguísima.
Cierto es que tener que venir a trabajar en un puente, donde casi todo el mundo se ha marchado o está tan ricamente en su casa, es muy duro. Y más si como a él, se le habían fastidiado esos días libres a última hora.

Una de las veces que pasé por su lado camino del baño, le escuché tararear una cancioncilla que, si no supe en ese momento concretar de qué era, si me sonaba que tendría lo menos 20 años, de una serie de televisión. Me hizo gracia, para mí que estaba perdiendo el juicio de no hacer nada.

Apenas se oía nada en toda la oficina. Éramos 9 personas, y la verdad es que ninguna estaba particularmente habladora. Sólo se oía de vez en cuando, teclear alguna cosa y la máquina de hacer fotocopias. Supongo que la mayoría estaría imprimiendo cosas personales aprovechando el día.

Aún quedaban más de cuatro horas para que acabase la jornada. Yo sabía que no iba a aguantar mucho más. Jugaba con la grapadora, tiraba bolas de papel a la papelera, daba vueltas en la silla giratoria… sin querer ser protagonista, él mismo estaba acabando con mi propio aburrimiento, que ya empezaba a agotarme con unos bostezos que iban en aumento. Más de cuatro horas…

De repente comenzó a reír. Pero no una risa normal, era como una risilla nerviosa. Como cuando te acusan de algo de lo que eres culpable y no quieres reconocerlo, ¿me entendéis? Una risa traidora de esas que nos dejan con el culo al aire. Yo también sonreí. Me hizo gracia la situación tan absurda. ¿Qué se le estaría pasando por la cabeza?

La risa fue en aumento y ya se le escuchaba perfectamente. Su cuerpo recostado hacía atrás en la silla se retorcía con unas carcajadas ruidosas. Qué situación más estúpida.

Uno de nuestros compañeros, Ernesto, se acercó a decirle que parase un poco, que era un escandaloso. Su risa se paró en seco. Vaya, debió darse cuenta que molestaba.
Cuando Ernesto le dio la espalda, Julio se incorporó en la silla con las manos en la rodilla, se levantó resoplando como si estuviese cansado, y con una facilidad pasmosa le atravesó el cuello con su Boli BIC.

Jaja, parecía un cerdo en la matanza, como sangraba el tío. Tenía sus dos manos en el cuello y aún así no dejaba de manar sangre. Lo estaba poniendo todo perdido. Lo mismo el jefe cuando viese el estropicio, le hacía pagar la moqueta y todo.

No sé quién avisó a la policía, pero se presentaron en apenas 10 minutos. 10 minutos en los que Julio no perdió la sonrisa mientras admiraba su obra. Con los últimos estertores de Ernesto, Julio se maravilló. Qué belleza de muerte.

Cuando llegó la policía, Julio no puso resistencia alguna. Sabía qué había hecho. Tenía el cuerpo de su compañero a menos de un metro en un gran charco de sangre que él había provocado.

La oficina seguía en silencio, sólo roto por las voces de los policías y sus emisoras, policías que ya sacaban de malos modos a Julio. Un Julio que antes de cruzar el umbral de la puerta ya esposado, se giró y me sonrió.

Gracias – Le dije. – Has acabado de un plumazo con el aburrimiento.

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