lunes, 2 de enero de 2012

Eterna juventud

Llevaba toda mi vida buscando la fuente de la inmortalidad. Toda mi vida.
Ya la buscaba siendo un crío. Mis padres me llevaban con ellos a recorrer el mundo en su búsqueda. No la encontraron, y murieron, claro, tenían cerca de los 80 años.

Unos manuscritos, unos descubrimientos que hice hace tiempo me trajeron a sudamérica. Creía que tenía por fin la pista que me llevaría ante la fuente. Invertí todo mi dinero, que ya no era mucho, y todas mis posesiones en preparar esa expedición.

Mis padres no habrían querido que hiciese lo que hice, pero ¿y qué? están muertos. Ellos eran altruistas, pero yo aspiraba a mucho más. Ser inmortal está bien, pero ser inmortal y condenadamente rico y poderoso está mejor aún. Cuando encontramos por fin la fuente de la eterna juventud sólo quedábamos 4 personas de las 14 que empezamos la expedición. La jungla tiene muchos peligros, claro, y el veneno en sus cantimploras, más.

Una vez delante de la fuente, y aún extasiados por encontrarnos en esa situación, era hora de poner en marcha la segunda parte de mi plan. Saqué mi revolver y maté a mis acompañantes. ¿Por qué compartir algo como aquello? Yo sería inmortal, y compartiría el fruto de esa fuente con cualquiera que pudiese pagar el exagerado precio que pondría a cada botellita de agua de ese tesoro. Nadie sabría jamás la localización de aquello.

Yo bebí, claro. Y soy inmortal. Puedo asegurar que lo soy. Realmente, no sé qué me podría matar. Supongo que si algo me despedazase o me cortase la cabeza, sería mi fin. El problema es que eso no pasará. Confié en que sabría encontrar el camino de vuelta, pero no fue así. Me perdí.

No debía pasar por esa zona pantanosa. Y ahora aquí me encuentro.
No puedo respirar. Los pulmones me estallan, me arden, estoy retorciéndome de dolor mientras pienso esto. ¡Maldita fuente! No puedo morir, y me espera una eternidad de angustiosa inmovilidad debajo de estas arenas movedizas.

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